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sábado, 28 de agosto de 2010

El Mar

Por Jorge V. Mackenzie

Aquí estoy, mirando desde la colina el pueblo olvidado, el cielo abierto y azul, la costa que se dibuja nítida desde la altura. Ah, sí, es día igual al que se nos vino encima aquel invierno, cuando bajamos a convalecer la derrota en estas playas. Entonces yo tenía diez años menos y usted aún no había cumplido los cuarenta. Entre otras cosas, se trajo a una negra esmeraldeña y se ponía a hacerle el amor delante de nosotros. A mí todavía me dolía el pecho si golpeaba un cigarrillo y la Magolita Quiroz se tapaba los ojos cuando la negra se le abría de piernas. Bravos tiempos aquellos, habíamos encontrado refugio entre las rocas, detrás del hotel, nos pasábamos días enteros allí, encendiendo fogatas como los güevas de los boy[s] scouts, comiendo sardinas enlatadas con galletitas de sal. No bebíamos, qué íbamos a beber si en la playa a duras penas conseguíamos agua. Yo me tendía en la arena y miraba las dunas, pensaba en el desierto convertido en Lawrence de Arabia. Usted reflexionaba sobre todo lo que le había pasado, sobre la música a la que no le tenía mucho respeto y terminaba hablando del mar: el mar es la gran puta, decía, se come hombres y barcos enteros. Nada de lirismo con usted. El mar era el mar y servía para largarse a la China, para extraer peces y perlas y también para morir. Lo del amor es otra cosa, es esto, insistía, y señalaba a la negra que nunca supe de dónde la había sacado.
Los fines de semana eran distintos, los turistas aparecían con sus carpas, prendían radios cerca de nuestro refugio y usted se llenaba las manos de amigos y de enemigos, se llevaba a la boca los tangos y la cerveza; a veces pedía que desalojara mi sitio para cambiar de piel, acostaba a una rubia en la arena y le pagaba su palito fugaz. Yo era su hijo entonces, me iba caminando por la playa a mirar las caras enrojecidas de los muchachos, a palpar con la vista los cuerpos de las niñas crecidas, a leer las huellas de la resaca porque siempre tuve dotes de adivino; con dieciocho años en la vida, ¿quién no? El mar era hostil en esos días, más de una vez lo vi salvar de las aguas a mujeres que usted volvía a la vida con respiración de boca a boca y golpes de pecho. Así, hasta que la Magolita se fue con su indecisión y usted me consoló: no te aflijas, dijo, lo recuerdo bien porque me habló de una manera distinta; desde entonces sus vicios fueron mis vicios, perdí el dolor del humo y aprendí a fumar tabaco negro, me pasé horas hablando y preguntando. Solamente el mar seguía igual, rebotando contra las rocas, echando espumarajos, provocando la brisa fresca, envolvente, el rumor de las aguas y el picante olor del salitre.
Poco a poco el mar nos fue ganando, íbamos y volvíamos de la ciudad. Yo dibujaba torpes olas en mi cuaderno de griego, aguantaba la mesada andando a pie, tratando de conocer una mujer más hermosa y menos indecisa. Nunca lo logré, usted reía cuando me miraba volver solitario. Después descubrimos esta colina, la casa del pescador con su puertita al frente, su retrete de guano; conocimos al dueño que esperaba la luna llena para contarnos sus proezas acuáticas, su lucha con el mar que en verdad era su lucha con la vida. La casa todavía está ahí, abajo, la profusión de caletas, el mar chocando violentamente contra las rocas oscuras.
Ahora estoy aquí para recordarlo, para decirle lo que hice esa noche en que la rueda gris giró más rápido dentro de su cabeza: he venido a contarle algunas cosas, que ya puedo resistir una noche de tragos sin vomitar, que mi madre esta bien, gracias, que nuestro equipo de futbol sigue igual, perdiendo, que hay un buen cine de vez en cuando en la ciudad, que se murió Julio Jaramillo y se le hizo justicia, que todos hemos seguido jodidos, que hago deporte y me emborracho todos los sábados, que me casé, aunque esto no le guste, que esa noche, cuando usted estaba en la casa del pescador y ya los efectos de la última de ron le pusieron calina a su cerebro, discutió conmigo, me puteó de lo lindo, me dijo: es así hijo, no joda, y salió de la casa del pescador que luego me dijo que usted corrió como perseguido, pero yo sé que no, que se iba de frente y todo se reflejó en su rostro que hizo un gesto de asombro, es sus ojos que miraron por última vez el mar en la noche, en los míos que no pudieron aceptar lo que veían: su cuerpo estrellado en el fondo de las rocas y el mar encima suyo, el mar que es la gran puta, se traga por igual al padre y al hombre.

(De Músicos y amaneceres, 1988)

Tomado de: MACKENZIE, Jorge Velasco, “El Mar”, en: No tanto como todos los cuentos, pp. 62-64, Colección Cuarto Creciente 2004, 1ra. Edición, Campaña Nacional Eugenio Espejo por el Libro y la Lectura, Quito, 2004.

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