***



viernes, 6 de marzo de 2015

Por qué no uso reloj

Cuento

Por Luis Buñuel


Estaba escribiendo una carta sin importancia, por lo tanto lo que voy a narrar no fue sugestión producida por un especial estado de conciencia, ni debió ser un sueño, ya que momentos antes estuve dando caza a una impertinente mosca que me molestaba de continuo hablándome al oído – como esos viejos sordos, que cuchichean bajito y pesadamente cosas insoportables- y al día siguiente de mi aventura encontré su cadáver en el ataúd que le formó la tapa del tintero.

Me hallaba, pues, escribiendo. De pronto oí cerca de mí un tictac más fuerte que los demás y como pronunciando con el solo objeto de llamar la atención; pero cuál no sería mi estupefacción al encontrarme frente a frente con el ser más extraño que pudo crear la imaginación.

Tenía dos pies, uno de plomo y el otro de pluma; el cuerpo lo formaba una varilla de acero mohoso, y la cabeza no era otra cosa que un disco de latón dorado con un desigual bigote en forma de saetas y dos minúsculos ojillos, como esos que tienen los relojes para darles cuerda. Todo él demostraba un empaque y una jactancia verdaderamente insoportable.

Admirado, aun cuando ofendido le interrogué:

-Dígame usted, ¿por qué se ha introducido en mi cuarto sin haber tenido la discreción de llamar a la puerta?

El extravagante hombrecillo no se inmutó por mi desabrimiento y replicó con mucho desenfado:

-Caballerete, desde que usted ha nacido anda conmigo y no se ha dignado, hasta ahora, de hacerme tales preguntas.

Amoscado por este tono despectivo dije yo:

-Contenga usted la lengua y no me aplique el título de Caballerete, pues tengo otros más honoríficos, y para probarlo iba a sacar de mi pupitre documentos que lo acreditasen.

-Calma, joven- me respondió-. Yo soy tan viejo como usted no puede ni soñar y mi edad me permite hablarle en este tono autoritario.

-Entonces, ¿quién es usted?

-Soy el Tiempo.

Un ¡oh! De estupor, perfectamente circular, se dibujó en mi boca. Pero él se apresuró a continuar:

-No se asombre, porque el materializarme en esta forma no fue más que por pura simpatía hacia usted. Por otra parte quiero hacerle revelaciones que acaso le interesen.

Al decir esto se arrellanó cómodamente en un cojín. Con el asombro consiguiente vi que el reloj de la pared y el despertador se desplazaban de su sitio y, moviendo la cola, iban a lamerle los pies. Entonces no me cupo ya la menor duda de que era con el propio Tiempo con quien hablaba. Ahora voy a transcribir íntegramente su relato.

He aquí lo que dijo:

-Amigo mío, esta noche he tenido un gesto audaz. Me he anulado yo mismo unas horas en la Eternidad. Nadie se habrá enterado más que usted de que mientras permanezca aquí, nada envejecerá y todo lo existente habrá desaparecido. Pero voy a hablarle a usted de mi vida. Toda mi historia puede dividirse en dos periodos: antes de la invención de los relojes y desde entonces acá. Mi primera época se deslizaba en alegres jugueteos, con mi hermano el Espacio, por todos los lugares que poseemos en el Universo. Lo pasábamos bien ¡voto a tal! Y sólo una nubecilla enturbiaba nuestra existencia. Era ésta de carácter gastronómico. Crea usted que no había ni una cocina, ni un restaurante, ni siquiera un prado. La carencia total de alimento fue lo que me impulsó a comerme a mis hijos apenas nacían. Luego he visto que se me ha retratado como un viejo monstruoso y feroz, teófago por egoísmo y malos instintos.

Mas, juro solemnemente –y al decir esto el péndulo osciló graciosamente hacia el estómago- que tales supuestos crímenes eran tan sólo para satisfacer mi apetito. Por otra parte, el no comerse a los hijos pertenece a una moral muy en moda hará unos cuatro o cinco mil años.

Dijo esto de los cinco o seis mil años, como quien dice tres o cuatro días.

-Pero amigo mío, desde que el primer reloj hizo su aparición – y sus bigotes antes erguidos y marciales marcaron ahora las 7 y 25- no ha habido un momento de reposo para mí. Necesito multiplicarme, elevarme a una enésima potencia para poder funcionar todos los relojes existentes.

Habrá usted observado que a veces no puedo con tanto trabajo y cuando eso acaece suelen enmudecer mis enemigos. La agitación es excesiva de unos siglos a esta parte, a pesar de lo cual oirá y aun leerá usted alguna vez «Discurría tranquilamente el tiempo…», «El tiempo tranquilo prometía…», pero, créame, eso no son más que infundios y necedades, a las cuales no debe usted hacer caso.

Al llegar aquí, una tosecilla molesta le asaltó y tosió las 8.

Veo que tiene usted ahí el retrato de ese majadero de Einstein. Mi experiencia me acoraza contra los insultos, pero el de relativo es el que más me ha dolido. Resulta que no bastan las falsedades que se me han levantado, sino que ahora soy la comidilla de las gentes por culpa de esa mala persona.

De pronto su cuerpo comenzó a estirarse desmesuradamente. Yo me revolvía inquieto en la silla al ver un nuevo prodigio en aquella noche fantasmagórica. El Tiempo se alargaba demasiado.

-No se intranquilice usted- me dijo ya del todo calmado- que enseguida termino y me voy. Pero no lo haré sin antes favorecerle en todo lo posible. Desde luego, cuando la vejez vaya a atraparte con sus garras trémulas yo seré quien la detenga y quedará eternamente joven.

-No, muchas gracias- respondí vivamente-, quiero que mi hora me llegue como a todos.

-Es usted un hombre sensato- me respondió-. Si rehúsa esto, entonces le contaré entre mis hijos dilectos y como a ellos le favoreceré.

-Pero, ¿desearía saber quiénes van a ser mis hermanos?

-¡Hombre, por Dios! Pues sus hermanos serán los timadores y ladrones de relojes, porque ellos me alivian mucho en mi faena haciendo desaparecer de los bolsillos esos pequeños instrumentos que para mí son lo más enojosos, porque existen en mayor cantidad. Mis hijos son también los perezosos, porque usan de mí con moderación. Mis hijos son…

-No siga- dije precipitadamente-. ¿Quiere usted hermanarme con timadores, con perezosos? De ningún modo acepto sus favores.

-Es usted un joven sin experiencia, demasiado ingenuo. Desengáñese que los que mejor han vivido son ésos y los muchos que aún iba a citar. Si usted fuera artista amaría, por ejemplo, unas horas de tedio, mi hijo predilecto.

-Estoy viendo que sus más amados hijos son las cualidades más desacreditadas entre los hombres. Me está usted resultando un ser vago, desaprensivo, egoísta.

El tiempo amenazaba borrasca. Sus saetas se encolerizaban. Dio las ocho y media de una manera tan amenazadora, que yo llegué a sentir verdadero temor.

-Basta, joven, puesto que desdeña mis favores, sufrirá mis disfavores. Por lo pronto, antes de dos días se quedará usted sin relojes. Dicho esto, desapareció bruscamente.

Y su maldición se cumplió, pues no habían transcurrido ni dos días de mi aventura, cuando me vi sin una peseta y tuve que empeñar mis dos amados relojes.

Además sufría una obsesión constante. Todos los relojes con que me topaba me miraban amenazadoramente y sus saetas se erizaban con ira.

Otros, cuando quería enterarme de la hora, giraban burlonamente desconcertantes.

Por eso me compré un reloj de arena y lo puse sobre la mesa. Pero después de todo no tenía la culpa de su deshonra y un día lo eché por la ventana, como esos amos intolerantes arrojan de su casa a la criada que tuvo un desliz.

Desde entonces estoy resignado a pasar sin reloj y esto me ha hecho perder muy buenos amigos por faltar a sus citas.

                                                                                       1923  
                                                                                      ***

jueves, 17 de enero de 2013

El joven constructor de escaleras


Por David S. Moreno

Desde niño se había impresionado por lo lejos que colgaban el sol y la luna. Con el tiempo, fueron las miles de estrellas quienes le parpadeaban. Lo que más amaba, era la imposibilidad de alcanzarlas, y tanto, porque para llegar a tocarlas le haría falta construir una escalera más enorme que sus fuerzas. Odiaba los días nublados que no le dejaban trabajar, los largos inviernos, pero solo en ellos, podía sentir en varias noches su parpadeo inquietante. Una madrugada, tomó su martillo y juntó dos largos maderos en forma paralela; mientras clavaba, se le vino a la mente la inquietud de si su esfuerzo sería en vano, que si al llegar se fundirían juntos, o si se calcinaría antes de siquiera acercarse... En ese instante pasó por ahí el carpintero del pueblo, escuchó su cuestión y concluyó enseguida que este hombre no tenía la más mínima experiencia en escaleras.

El joven hombre entonces le mostró sus manos llenas de moretones. El carpintero que solo iba de paso le sonrió con ternura y le dijo que debería empezar por construir puentes, que escoja bien los materiales, y que cuando agarre el martillo mantenga su ojo bien clavado al madero. El joven que miraba el cielo mientras el viejo hablaba, dejó de hacerlo por un instante para responder lo siguiente:

-Vos me mandáis a tomar escuadras y fundar planos. ¿Cómo podría yo construir un puente como quienes buscan tesoros cruzando el río? ¿No os parece que mis manos ya están cansadas lo suficiente con tremenda tarea a la que me he confinado? Vos, con vuestros años encimados, habéis construido mucho más que una escalera, nos forjasteis también las puertas de nuestros aposentos, las sillas y los estandartes. Debéis aceptar que vuestros diseños son simples, y más simples con el tiempo son, ya ni necesitáis ojos siquiera en vuestra labor, os has quemado la vista con vuestra rutina.

El viejo no pudo hacer más que fruncir el ceño al oír estas palabras, pero le respondió sin enojo aunque con una seriedad de típica de su tiempo:

-Vuestra búsqueda es inútil amigo mío. Quién osa amar esa búsqueda solo terminará por asustarse con lo que al final encuentre. Termina entonces ya, vuestra rústica y astillada escalera, que a vuestro humilde servidor se le abren los ríos y juntan las tierras, que con mi labor resguardo a las gentes del sol, y brindo comodidades para su descanso. ¡No podría ser más feliz con lo que llamas mi simpleza!
Dio la vuelta y se marchó.

El joven hombre no sonrió después de aquello, pero tampoco vaciló. Prosiguió en su labor sin despejar jamás su interés sobre lo alto del horizonte. Pensaba, que era muy común en esos días encontrar simplicidades que hablan redundando, caminando siempre en lo correcto, que ya ni regresan, y que ahora solo van.

Había trabajado por algunos años casi sin parar, y para descansar, decidió tomarse el día para subir un alto cerro en las afueras, y allí se quedó admirando el cielo hasta poco antes de oscurecer. A la mañana siguiente despertó preguntándose si no podría ser esto en vano, si le alcanzaría la vida para terminar de construirla; se levantó, sacudió su ropa, y miró el martillo, -lo miró por primera vez antes que su amado cielo- de pronto echó a reír por pensar tonterías, tomó el martillo, y con su ojo bien clavado en esa maza, dio un golpe fuerte que magulló su pulgar una vez más al primer golpe.
***

Octubre, 2011.

martes, 6 de noviembre de 2012

Un soneto

 
Por Daniil Jarms
Hoy me sucedió algo extraño: de repente olvidé si primero venía el 7 o el 8. Fui con mis vecinos para conocer su opinión sobre esa secuencia. La extrañeza de ellos y la mía fueron grandes cuando, de pronto, descubrieron que ellos tampoco podían recordar cuál era el orden de esos números. Ellos se acordaban de contar 1, 2, 3, 4, 5, 6,; pero olvidaban qué número seguía. Entonces decidimos ir a la tienda más cercana, la que está en la esquina de las calles Znamenskaya y Basseinaya, para consultar ese asunto con la cajera. La cajera nos sonrió como padeciéndonos, se sacó de la boca un martillito y, moviendo su nariz con suavidad hacia adelante y atrás, nos dijo:

– En mi opinión, el siete viene después del ocho sólo si el ocho viene después del siete.

Le dimos las gracias a la cajera y contentos salimos de la tienda. Pero luego, pensando con cuidado en lo que dijo la cajera, nos pusimos tristes porque sus palabras estaban vacías de significado.

¿Qué se supone que haríamos? Fuimos al Jardín Primavera y empezamos a contar árboles, pero al llegar al seis nos deteníamos y empezábamos a discutir. Algunos opinaron que el siete era el que seguía; pero otros decían que era el ocho. Estuvimos discutiendo mucho tiempo cuando, por un golpe de suerte, un niño se cayó de una banca y se quebró las quijadas. Eso nos distrajo de nuestra discusión.

Y cada quien se fue a su casa.
12 de noviembre, 1935.
* * *

lunes, 28 de mayo de 2012

La noche de los feos

Por Mario Benedetti
Cuento

1
Ambos somos feos. Ni siquiera vulgarmente feos. Ella tiene un pómulo hundido. Desde los ocho años, cuando le hicieron la operación. Mi asquerosa marca junto a la boca viene de una quemadura feroz, ocurrida a comienzos de mi adolescencia.
Tampoco puede decirse que tengamos ojos tiernos, esa suerte de faros de justificación por los que a veces los horribles consiguen arrimarse a la belleza. No, de ningún modo. Tanto los de ella como los míos son ojos de resentimiento, que sólo reflejan la poca o ninguna resignación con que enfrentamos nuestro infortunio. Quizá eso nos haya unido. Tal vez unido no sea la palabra más apropiada. Me refiero al odio implacable que cada uno de nosotros siente por su propio rostro.
Nos conocimos a la entrada del cine, haciendo cola para ver en la pantalla a dos hermosos cualesquiera. Allí fue donde por primera vez nos examinamos sin simpatía pero con oscura solidaridad; allí fue donde registramos, ya desde la primera ojeada, nuestras respectivas soledades. En la cola todos estaban de a dos, pero además eran auténticas parejas: esposos, novios, amantes, abuelitos, vaya uno a saber. Todos -de la mano o del brazo- tenían a alguien. Sólo ella y yo teníamos las manos sueltas y crispadas.
Nos miramos las respectivas fealdades con detenimiento, con insolencia, sin curiosidad. Recorrí la hendidura de su pómulo con la garantía de desparpajo que me otorgaba mi mejilla encogida. Ella no se sonrojó. Me gustó que fuera dura, que devolviera mi inspección con una ojeada minuciosa a la zona lisa, brillante, sin barba, de mi vieja quemadura.
Por fin entramos. Nos sentamos en filas distintas, pero contiguas. Ella no podía mirarme, pero yo, aun en la penumbra, podía distinguir su nuca de pelos rubios, su oreja fresca bien formada. Era la oreja de su lado normal.
Durante una hora y cuarenta minutos admiramos las respectivas bellezas del rudo héroe y la suave heroína. Por lo menos yo he sido siempre capaz de admirar lo lindo. Mi animadversión la reservo para mi rostro y a veces para Dios. También para el rostro de otros feos, de otros espantajos. Quizá debería sentir piedad, pero no puedo. La verdad es que son algo así como espejos. A veces me pregunto qué suerte habría corrido el mito si Narciso hubiera tenido un pómulo hundido, o el ácido le hubiera quemado la mejilla, o le faltara media nariz, o tuviera una costura en la frente.
La esperé a la salida. Caminé unos metros junto a ella, y luego le hablé. Cuando se detuvo y me miró, tuve la impresión de que vacilaba. La invité a que charláramos un rato en un café o una confitería. De pronto aceptó.
La confitería estaba llena, pero en ese momento se desocupó una mesa. A medida que pasábamos entre la gente, quedaban a nuestras espaldas las señas, los gestos de asombro. Mis antenas están particularmente adiestradas para captar esa curiosidad enfermiza, ese inconsciente sadismo de los que tienen un rostro corriente, milagrosamente simétrico. Pero esta vez ni siquiera era necesaria mi adiestrada intuición, ya que mis oídos alcanzaban para registrar murmullos, tosecitas, falsas carrasperas. Un rostro horrible y aislado tiene evidentemente su interés; pero dos fealdades juntas constituyen en sí mismas un espectáculos mayor, poco menos que coordinado; algo que se debe mirar en compañía, junto a uno (o una) de esos bien parecidos con quienes merece compartirse el mundo.
Nos sentamos, pedimos dos helados, y ella tuvo coraje (eso también me gustó) para sacar del bolso su espejito y arreglarse el pelo. Su lindo pelo.
"¿Qué está pensando?", pregunté.
Ella guardó el espejo y sonrió. El pozo de la mejilla cambió de forma.
"Un lugar común", dijo. "Tal para cual".
Hablamos largamente. A la hora y media hubo que pedir dos cafés para justificar la prolongada permanencia. De pronto me di cuenta de que tanto ella como yo estábamos hablando con una franqueza tan hiriente que amenazaba traspasar la sinceridad y convertirse en un casi equivalente de la hipocresía. Decidí tirarme a fondo.
"Usted se siente excluida del mundo, ¿verdad?"
"Sí", dijo, todavía mirándome.
"Usted admira a los hermosos, a los normales. Usted quisiera tener un rostro tan equilibrado como esa muchachita que está a su derecha, a pesar de que usted es inteligente, y ella, a juzgar por su risa, irremisiblemente estúpida."
"Sí."
Por primera vez no pudo sostener mi mirada.
"Yo también quisiera eso. Pero hay una posibilidad, ¿sabe?, de que usted y yo lleguemos a algo."
"¿Algo cómo qué?"
"Como querernos, caramba. O simplemente congeniar. Llámele como quiera, pero hay una posibilidad."
Ella frunció el ceño. No quería concebir esperanzas.
"Prométame no tomarme como un chiflado."
"Prometo."
"La posibilidad es meternos en la noche. En la noche íntegra. En lo oscuro total. ¿Me entiende?"
"No."
"¡Tiene que entenderme! Lo oscuro total. Donde usted no me vea, donde yo no la vea. Su cuerpo es lindo, ¿no lo sabía?"
Se sonrojó, y la hendidura de la mejilla se volvió súbitamente escarlata.
"Vivo solo, en un apartamento, y queda cerca."
Levantó la cabeza y ahora sí me miró preguntándome, averiguando sobre mí, tratando desesperadamente de llegar a un diagnóstico.
"Vamos", dijo.

2
No sólo apagué la luz sino que además corrí la doble cortina. A mi lado ella respiraba. Y no era una respiración afanosa. No quiso que la ayudara a desvestirse.
Yo no veía nada, nada. Pero igual pude darme cuenta de que ahora estaba inmóvil, a la espera. Estiré cautelosamente una mano, hasta hallar su pecho. Mi tacto me transmitió una versión estimulante, poderosa. Así vi su vientre, su sexo. Sus manos también me vieron.
En ese instante comprendí que debía arrancarme (y arrancarla) de aquella mentira que yo mismo había fabricado. O intentado fabricar. Fue como un relámpago. No éramos eso. No éramos eso.

Tuve que recurrir a todas mis reservas de coraje, pero lo hice. Mi mano ascendió lentamente hasta su rostro, encontró el surco de horror, y empezó una lenta, convincente y convencida caricia. En realidad mis dedos (al principio un poco temblorosos, luego progresivamente serenos) pasaron muchas veces sobre sus lágrimas.
Entonces, cuando yo menos lo esperaba, su mano también llegó a mi cara, y pasó y repasó el costurón y el pellejo liso, esa isla sin barba de mi marca siniestra.
Lloramos hasta el alba. Desgraciados, felices. Luego me levanté y descorrí la cortina doble.
***



lunes, 28 de noviembre de 2011

El hombre invisible

Por Gabriel Gimenez Emán


Aquel hombre era invisible, pero nadie se percató de ello.


***