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domingo, 19 de septiembre de 2010

Conversación con la Estufa

Por Hermann Hesse.
Está ante mí, corpulenta, panzuda, con las grandes fauces llenas de fuego. Se llama Franklin...
-¿Eres tú Benjamín Franklin?- le pregunté.
-No, sólo Franklin, Francolino. Soy una estufa italiana, una excelente invención. No caliento mucho, pero como invento, como producción de una industria muy desarrollada...
-Sí, ya lo sé. Todas las estufas con nombres hermosos calientan mucho, todas son invenciones excelentes, algunas son productos gloriosos de la industria, como se demuestra en los prospectos. Yo las aprecio mucho, merecen admiración. Pero dime, Franklin, ¿cómo es que una estufa italiana lleva un nombre americano? ¿No es esto extraño?
-No, esto es un secreto, ¿sabes? Los pueblos cobardes tienen canciones populares en que se ensalza el valor. Los pueblos sin amor tienen obras teatrales en que se glorifica al amor. Así nos sucede también a nosotras, las estufas. Una estufa italiana tiene, la mayoría de las veces, un nombre americano, como una estufa alemana tiene, casi siempre, un nombre griego. Son alemanas y no son mejores que yo en nada, pero se llaman Eureka o Fénix o Despedida de Héctor. Esto despierta grandes recuerdos. Por eso me llamo Franklín. Soy una estufa, pero también podía ser un estadista. Tengo una gran boca, caliento poco, escupo humo por un tubo, tengo un buen nombre y despierto grandes recuerdos. Así soy.

-Es cierto -dije yo-; siento gran admiración por usted. Puesto que es usted una estufa italiana, ¿podrían asarse castañas en usted, verdad?

-Ciertamente que sí; cualquiera es libre de hacerlo. Es un pasatiempo que a muchos agrada. Otros hacen versos o juegan al ajedrez. Es cierto que se pueden asar castañas en mí. Es verdad que se queman y no hay quien las coma, pero en eso reside el pasatiempo. Los hombres no aman nada tanto como los pasatiempos, y yo soy una obra humana y debo servir al hombre. Cumplimos con nuestro deber, con nuestro sencillo deber; somos monumentos, ni más ni menos.

-¿Monumentos, dice usted? ¿Se consideran ustedes monumentos?

-Todos nosotros somos monumentos. Nosotros, los productos de la industria, somos monumentos de una cualidad que escasea en la Naturaleza y sólo se encuentra en elevada perfección en los hombres.

-¿Qué cualidad es esa, señor Franklin?

-El sentido de lo poco práctico. Yo soy, como muchos de mis semejantes, un monumento de ese sentido. Me llamo Franklin, soy una estufa, tengo una boca grande que devora la madera, y un gran tubo por el que el calor encuentra el camino más rápido para salir al exterior. Tengo, también, lo que no carece de importancia adornos, leones y otras cosas, y tengo algunas llaves que se pueden abrir y cerrar, lo cual causa mucho placer. Esto también sirve de pasatiempo, igual que las llaves de una flauta que el músico puede abrir o cerrar a discreción. -Esto le da la ilusión de que hace algo simbólico, y así es, en efecto.

-Me maravilla usted, Franklin. Es usted la estufa más juiciosa que he visto hasta ahora. Pero acláreme esto ¿Es usted una estufa en realidad o un monumento?

-¡Cuánta pregunta! Ya sabe usted que el hombre es el único ser que da un sentido a las cosas. El hombre es así; yo estoy a su servicio, soy su obra, me limito a señalar los hechos. El hombre es idealista, es un pensador. Para los animales, un roble es un roble, una montaña es una montaña, el viento es viento, y no un hijo del Cielo. Pero para los hombres todo es divino, todo es profundo, todo es simbólico. Todo significa algo enteramente distinto de lo que es. El ser y el parecer están en litigio. La cosa es una antigua invención, creo que se remonta a Platón. Una muerte es una heroicidad, una epidemia es el dedo de Dios, una guerra es una glorificación de Dios, un cáncer de estómago es una evolución. ¿Cómo podría ser una estufa solamente una estufa? No; ella es un símbolo, un monumento, un mensajero. Cierto que parece ser una estufa, y hasta lo es en algún sentido, pero desde su rostro simple le está sonriendo a usted la antiquísima Esfinge. Ella también es portadora de una idea; también es una voz de lo divino. Por eso se la quiere, por eso se la tributa admiración. Por eso calienta poco y sólo accidentalmente. Por eso se llama Franklin.
Encontrado en: HESSE, Hermann, Cuentos Maravillosos, www.formarse.com.ar

sábado, 28 de agosto de 2010

El Mar

Por Jorge V. Mackenzie

Aquí estoy, mirando desde la colina el pueblo olvidado, el cielo abierto y azul, la costa que se dibuja nítida desde la altura. Ah, sí, es día igual al que se nos vino encima aquel invierno, cuando bajamos a convalecer la derrota en estas playas. Entonces yo tenía diez años menos y usted aún no había cumplido los cuarenta. Entre otras cosas, se trajo a una negra esmeraldeña y se ponía a hacerle el amor delante de nosotros. A mí todavía me dolía el pecho si golpeaba un cigarrillo y la Magolita Quiroz se tapaba los ojos cuando la negra se le abría de piernas. Bravos tiempos aquellos, habíamos encontrado refugio entre las rocas, detrás del hotel, nos pasábamos días enteros allí, encendiendo fogatas como los güevas de los boy[s] scouts, comiendo sardinas enlatadas con galletitas de sal. No bebíamos, qué íbamos a beber si en la playa a duras penas conseguíamos agua. Yo me tendía en la arena y miraba las dunas, pensaba en el desierto convertido en Lawrence de Arabia. Usted reflexionaba sobre todo lo que le había pasado, sobre la música a la que no le tenía mucho respeto y terminaba hablando del mar: el mar es la gran puta, decía, se come hombres y barcos enteros. Nada de lirismo con usted. El mar era el mar y servía para largarse a la China, para extraer peces y perlas y también para morir. Lo del amor es otra cosa, es esto, insistía, y señalaba a la negra que nunca supe de dónde la había sacado.
Los fines de semana eran distintos, los turistas aparecían con sus carpas, prendían radios cerca de nuestro refugio y usted se llenaba las manos de amigos y de enemigos, se llevaba a la boca los tangos y la cerveza; a veces pedía que desalojara mi sitio para cambiar de piel, acostaba a una rubia en la arena y le pagaba su palito fugaz. Yo era su hijo entonces, me iba caminando por la playa a mirar las caras enrojecidas de los muchachos, a palpar con la vista los cuerpos de las niñas crecidas, a leer las huellas de la resaca porque siempre tuve dotes de adivino; con dieciocho años en la vida, ¿quién no? El mar era hostil en esos días, más de una vez lo vi salvar de las aguas a mujeres que usted volvía a la vida con respiración de boca a boca y golpes de pecho. Así, hasta que la Magolita se fue con su indecisión y usted me consoló: no te aflijas, dijo, lo recuerdo bien porque me habló de una manera distinta; desde entonces sus vicios fueron mis vicios, perdí el dolor del humo y aprendí a fumar tabaco negro, me pasé horas hablando y preguntando. Solamente el mar seguía igual, rebotando contra las rocas, echando espumarajos, provocando la brisa fresca, envolvente, el rumor de las aguas y el picante olor del salitre.
Poco a poco el mar nos fue ganando, íbamos y volvíamos de la ciudad. Yo dibujaba torpes olas en mi cuaderno de griego, aguantaba la mesada andando a pie, tratando de conocer una mujer más hermosa y menos indecisa. Nunca lo logré, usted reía cuando me miraba volver solitario. Después descubrimos esta colina, la casa del pescador con su puertita al frente, su retrete de guano; conocimos al dueño que esperaba la luna llena para contarnos sus proezas acuáticas, su lucha con el mar que en verdad era su lucha con la vida. La casa todavía está ahí, abajo, la profusión de caletas, el mar chocando violentamente contra las rocas oscuras.
Ahora estoy aquí para recordarlo, para decirle lo que hice esa noche en que la rueda gris giró más rápido dentro de su cabeza: he venido a contarle algunas cosas, que ya puedo resistir una noche de tragos sin vomitar, que mi madre esta bien, gracias, que nuestro equipo de futbol sigue igual, perdiendo, que hay un buen cine de vez en cuando en la ciudad, que se murió Julio Jaramillo y se le hizo justicia, que todos hemos seguido jodidos, que hago deporte y me emborracho todos los sábados, que me casé, aunque esto no le guste, que esa noche, cuando usted estaba en la casa del pescador y ya los efectos de la última de ron le pusieron calina a su cerebro, discutió conmigo, me puteó de lo lindo, me dijo: es así hijo, no joda, y salió de la casa del pescador que luego me dijo que usted corrió como perseguido, pero yo sé que no, que se iba de frente y todo se reflejó en su rostro que hizo un gesto de asombro, es sus ojos que miraron por última vez el mar en la noche, en los míos que no pudieron aceptar lo que veían: su cuerpo estrellado en el fondo de las rocas y el mar encima suyo, el mar que es la gran puta, se traga por igual al padre y al hombre.

(De Músicos y amaneceres, 1988)

Tomado de: MACKENZIE, Jorge Velasco, “El Mar”, en: No tanto como todos los cuentos, pp. 62-64, Colección Cuarto Creciente 2004, 1ra. Edición, Campaña Nacional Eugenio Espejo por el Libro y la Lectura, Quito, 2004.

El Paseo Repentino

Por Franz Kafka

Cuando por la noche uno parece haberse decidido terminantemente a quedarse en casa; se ha puesto una bata; después de la cena se ha sentado a la mesa iluminada, dispuesto a hacer aquel trabajo o a jugar aquel juego luego de terminado el cual habitualmente uno se va a dormir; cuando afuera el tiempo es tan malo que lo más natural es quedarse en casa; cuando uno ya ha pasado tan largo rato sentado tranquilo a la mesa que irse provocaría el asombro de todos; cuando ya la escalera está oscura y la puerta de calle trancada; y cuando entonces uno, a pesar de todo esto, presa de una repentina desazón, se cambia la bata; aparece en seguida vestido de calle; explica que tiene que salir, y además lo hace después de despedirse rápidamente; cuando uno cree haber dado a entender mayor o menor disgusto de acuerdo con la celeridad con que ha cerrado la casa dando un portazo; cuando en la calle uno se reencuentra, dueño de miembros que responden con una especial movilidad a esta libertad ya inesperada que uno les ha conseguido; cuando mediante esta sola decisión uno siente concentrada en sí toda la capacidad determinativa; cuando uno, otorgando al hecho una mayor importancia que la habitual, se da cuenta de que tiene más fuerza para provocar y soportar el más rápido cambio que necesidad de hacerlo, y cuando uno va así corriendo por las largas calles, entonces uno, por esa noche, se ha separado completamente de su familia, que se va escurriendo hacia la insustancialidad, mientras uno, completamente denso, negro de tan preciso, golpeándose los muslos por detrás, se yergue en su verdadera estatura.
Todo esto se intensifica aún más si a estas altas horas de la noche uno se dirige a casa de un amigo para saber cómo le va.

sábado, 10 de abril de 2010

Gaspar Blondín

(Lectura, cuento)
Por Juan Montalvo
(*) En esta edición aparece como nota al título la siguiente presentación: «He vuelto al castellano este primer cuento de una serie que escribí en francés, en París, bajo el influjo de una larga calentura. Cosas compuestas en la cama por un delirante, deben antes tenerse por ensueños.»


Atravesaba yo los Alpes en una noche tempestuosa, y me acogí a un tambo o posada del camino: silbaba el viento, lurtes inmensos rodaban al abismo, produciendo un ruido funesto en la oscuridad; y en medio de esta naturaleza amenazadora, reunidos los pasajeros, el dueño de la casa refirió lo siguiente:
“No hace mucho tiempo llegó aquí un desconocido del más extraño y pavoroso semblante: mis hijos le temieron al verle, y me rogaron no recibirle en la casa. ¿Qué secreto enlobreguecía a ese hombre?, ¿qué horrible crimen pesaba sobre él? No sé, le designé su cuarto, no muy firme de ánimo yo mismo, suplicándole se recogiese en él, atento que era tarde, si bien a ello me inducía el deseo de librarme de tal huésped. Húbose apenas retirado, cuando dos hombres armados se presentaron en el mesón, inquiriendo por un malandrín, cuyas señas dieron: eran dos gendarmes que le seguían la pista.
Más cualquiera que fuese su calidad, nunca habría yo faltado a las costumbres hospitalarias que aprendí de mis padres, quienes me enseñaron a socorrer, aun a los criminales, cuando se viesen perseguidos. Dije pues a los alguaciles que no habíamos visto ninguna persona de tal gesto como nos la describían. No me lo creyeron, sabuesos de fino olfato como eran, y en derechura se dirigieron al aposento de aquel hombre.
Placióme el verlos entrar allí, pues, al no intervenir denuncio de mi parte, nada deseaba yo más que verme desocupado de semejante amigo.
Más cuales no fueran mi sorpresa y mi disgusto cuando vi salir a los gendarmes exclamando: Ah, don tambero, ¿en dónde le ha ocultado usted?
Escaparse no pudo el fugitivo; vile entrar en su cuarto, que no tiene salida sino es por la puerta, de la cual no había apartado yo los ojos. ¿Qué ente extraordinario era ese?
Amenazáronme los ministriles con volver dentro de poco, provistos de mejores ordenes y no dejé de conturbarme. Aún no bien habían salido al camino, cuando oímos un horroroso estrépito en el tugurio del huésped misterioso: vile enseguida aparecer en el dintel de su puerta, salir precipitado, y venir a caer a mis pies echando espuma por la boca, todo desarrapado y contorcido. Los gendarmes volvieron, le prendieron, le amarraron, y en volantas le llevaron, a pesar de la profunda oscuridad y de la lluvia que caía a torrentes.
Al otro día supe en el pueblo vecino que ese hombre perturbaba todos los alrededores hacía algunos meses: oculto de día, rondaba de noche. Decíanse de él cosas muy inverosímiles, y muy de temer, si verdaderas; pero su único crimen conocido y probado era la muerte de su esposa.
Su querida, por cuyo amor había obrado esa acción abominable, se volvió por su influencia personaje tan raro y peligroso como él: temíanla los niños sin motivo, las mujeres evitaban su encuentro, y cuando la veían mal grado suyo, menudeaban las cruces en el pecho. Y aun dicen que sobrepujó a su amante en las negras acciones, metiéndose tan adentro en el comercio de los espíritus malignos, que le fue funesta a él mismo.
Un día citó a su hombre a un caserón botado, tristes ruinas por las cuales nadie se atrevía a pasar de noche; era fama que un fantasma se había apoderado de ellas, y que en las horas del silencio acudían allá una legión de brujas y demonios, a consumar los más pavorosos misterios, en medio de carcajadas, aullidos y lamentos capaces de traer al cielo abajo.
Suenan las doce, viene el amante: llama a la puerta, nada... nada; responde solo el eco. ¿Duerme la ...bella?, ¿faltó a la cita? Un leve aleteo se deja oír sobre un viejo sauce del camino; luego un suspiro largo y profundo; luego estas palabras en quejumbroso acento: “¡Mucho has tardado, amigo mío!” Y como al volverse nada vio el desconocido, con voz siniestra prorrumpió: ¡Casta maldita!, en vano procuras engañarme: acuérdate que la fosa humea todavía, y que... Ah, tú me la pagarás. ¿Qué tienes Gaspar? dijo su querida, arrojándose de súbito en sus brazos; ¿de qué te quejas?... ¡Duro, duro! estréchame contra tu corazón. Y como el diablo de hombre fuese acometido por un arranque de amor irreversible, abrazóla como para matarla: ¡Angélica!, exclamaba, ¡Angélica de mi alma! las estrellas no son sino asquerosos insectos que roen la bóveda celeste. Más luego echó de ver que apretaba en vano, que a nadie tenía entre sus brazos. Horrorizado él mismo, huyóse dando un grito espantoso en las tinieblas.
Al otro día un hombre del campo vino aquejarse al teniente del pueblo que su hijita había desaparecido impensadamente de la casa. Dijo él triste, con lágrimas que a lo largo rodaban por su rostro, que abrigaba sospechas vehementes contra un tal Gaspar Blondín, hombre de temerosas costumbres, que ocultaba su vida envuelto en el misterio. Habíasele visto la tarde anterior rondando por los alrededores de la casa, y aun entró en ella sin objeto conocido; y como la niña jugaba en el patio, acaricióla y dirigiéndose a su padre le dijo: Bella niña, bella niña, mi querido Cornifiche; ¿la vende usted? Los perros se lanzaron sobre él, y desapareció por la quebrada.
Pasó la noche, amaneció Dios, y la cama de la muchachita se encontró vacía. Blondín no apareció en ninguna parte, a pesar de que todos los parientes y amigos del campesino echaron a buscarle. El pobre paisano lloraba tanto más, cuanto que, decía, en su vida se había llamado Cornifiche.
La tarde del mismo día que tuvo lugar esta demanda, Blondín acudió a buscar a su querida en los escombros conocidos: “¡Todo se ha perdido!” exclamó ésta así como lo vio: el monstruo ha dado a luz tres ángeles. Mira, ¡Gaspar! en vano, en vano te amo... Pero has hecho bien en traerme a mi chiquilla, ¡Aureliana!, ¡Aureliana! decía rompiendo la cara a besos a la niña que Blondín acababa de presentarla; el gato maúlla, el mono grita, la olla hierve... Ven, ven, ¡Gaspar! añadió, y arrastró a su amante al interior de un cuarto hundido y sin culata, en donde largo tiempo había que murciélagos tenían sus hogares.
Blondín encontró la cama fría como nieve: guardaba silencio su querida, y a la luz de un mechero que alumbraba la estancia turbiamente, echó de ver que lo que tenía en sus brazos era el cadáver sangriento de su esposa. Volvió a correr horrorizado, y desde entonces ni más se ha vuelto a ver a tal Blondín”.
– ¿Cómo le hubieran visto? dijo a esta sazón uno de los oyentes, el cual, habiendo entrado mientras el tambero recitaba su tragedia, se dejó estar a la sombra en un rincón del comedor; ¿cómo le hubieran visto?, le ahorcaron en Turín hace dos meses.
– ¡Yo sé muy bien! repuso el tambero medio enojado, ¡capo di Dio! ¿Por qué no me deja usted concluir la relación de mi historia? Huéspedes hay muy indiscretos.
– No tenga usted cuidado, señor alojero, replicó el desconocido; va usted a concluirla en términos mejores.
Y levantándose de su rincón se acercó nosotros, al mismo tiempo que se alzaba su gran sombrero auberniano de ancha ala. Miróle el tambero con ojos azorados, palideció y gritó cayendo para atrás: ¡Blondín!... él es.
París, agosto 6 de 1858.
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Tomado de: MONTALVO, Juan, “Gaspar Blondín”, en: Juan Montalvo Cuentos, pp. 53-58, Impreso por Casa de Montalvo, 2da. Edición, Ambato, 2000. El cuento aparece en el apartado ‘Cuentos Fantásticos’, en una de sus obras, El Cosmopolita.

miércoles, 24 de marzo de 2010

LIMITACIÓN Y FUERZA DE LA LITERATURA

(Ensayo)
Por Ernesto Sábato

Basta unas cuantas notas para que Debussy cree una atmósfera sutil e inefable que un escritor no podrá lograr jamás, cualquiera sea el número de páginas que escriba. Todo escritor conoce esa desazón, esa tristeza que lo invade cuando siente las limitaciones de su arte. Y quizá haya sido la causa por la que en épocas en que un determinado arte alcanza prestigio sumo los escritores hayan querido acercarse a la música o a la pintura; como ahora proliferan los que imitan al cine.

Estas tentativas serían grotescas si no fuesen mortales. Porque el intento de escribir una novela que se parezca al cine consiste en algo así como si un submarino, subyugado por el prestigio de la aviación, lograse dar saltitos fuera del agua mediante la ayuda de una hélice y un par de alitas. Sus torpes hazañas nos harían sonreír con tierna ironía, considerando que ese submarino, en lugar de descender a las profundidades oceánicas, donde es rey y señor, intenta vanamente copiar a aparatos que se proponen otros fines, que tienen otras posibilidades, pero también otras limitaciones.

Cada arte tiene sus objetivos y sus límites. Y, cosa extraña, esas limitaciones no constituyen una debilidad sino una fuerza, del mismo modo que para empujar un mueble nos apoyamos en algo que resista. Esa radical limitación del teatro, que lo obliga a representar una ficción entre tres paredes, es también la causa de su intensidad. Y tan malo y tan ingenuo es que el teatro trate de imitar al cine, ahora que el cine es prestigioso, como fue para el cine imitar al teatro, cuando era un arte vergonzante y bisoño.

En estos últimos tiempos, escritores seducidos por la técnica cinematográfica, quieren trasladarla al libro. Algunos, porque al escribir ya están pensando en las ventajas (bastardas) de una filmación, en cuyo caso nada tienen que hacer en este pequeño análisis; pero otros, y esto sí que interesa aquí, porque suponen que el cine es el arte de nuestro tiempo y su técnica, por lo tanto, la técnica narrativa que de una manera o de otra debe prevalecer. Con este criterio singular, el hombre tendrá que resignarse a que no se produzcan obras como las de Proust, Virginia Woolf o Faulkner, todas esencialmente literarias, irreductibles a cualquier otro medio de expresión que no sea el novelístico, como lo prueban los siempre fallidos intentos de llevarlos al cine.

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Tomado de: SÁBATO, Ernesto, “Limitación y Fuerza de la Literatura”, en El Escritor y sus Fantasmas, pp. 37-38, Editorial Seix Barral, Barcelona, 2004.
Ediciones anteriores: de E. Sábato, 1963, 1979.

El Cuento

(Lectura, Cuento)
Por: Pablo Palacio

Existen en la actualidad asuntos importantísimos de explotación sociológica y política: lo de Marruecos, los sistemas de colonización francesa y española, el gran problema de las finanzas, la identidad de la Europa feudal y la América colonial, la difícil cuestión de la procedencia de los primeros habitantes de este continente, y muchísimos más. Pero creo que brilla sobre todos la eternamente nueva y eternamente vieja opinión pública.
¡La opinión pública, freno de gobernantes y único timón seguro para conducir con buen éxito la nave del estado! ¡La opinión pública, morigeradora de las costumbres políticas, de las costumbres sociales, de las costumbres religiosas!
Supongamos que pudiera existir un hombre que participe sincera e idénticamente de estas ideas. Luego este hombre debe llamarse Francisco o Manuel y estar a la media edad, entre gordo y flaco, entre barbudo y no barbudo.
Este don Francisco o don Manuel, tiene que ser pequeño, de párpados con bolsas, usar jaquet y detestable sombrero.
Andará lentamente, blandiendo el bastón y moviendo las caderas.
Solterón y aburrido, deberá tener una amiga que fue amiga de todos, conquistada a fuerza de acostumbramiento, y a quien cualquier mequetrefe pudo llamar:
−Pst. Pst… (etc.).
Esta amiga –Laura o Judith− tendrá cualquier nariz –pongamos aguileña−, cualquier cabello −canela−, cualesquiera ojos −pardos−, y será larguirucha y voluntariosa.
Puede vivir al cabo de una calle sucia.
Puede tener amigas muy alegres con quienes celebre sesiones animadas, que salpicarán el cuento como el lodo un vestido nuevo, al manotazo de un caballo en una charca.
El pequeño sociólogo, ¡oh maravilla!, tendrá que ir dos veces por semana al cabo de la calle conocida y dará vueltas junto a la puerta, mirando a todos lados, azorado, procurando evitar un mal encuentro. Cuando le arroje a la ventana la piedrecilla del silbido, ella hará gruñir los cristales y le contestará con la rabia de sus ojos.
Naturalmente, ella debe divertirse a costa de él, aunque con él no le sea posible divertirse.
Y como el sociólogo no tendrá mal olfato, y como casi nunca sabrá lo que decir, ha de toser un poco enojado.
−Oíte, Laura –o Judith−, yo creo que aquí no has estado sola. Dime de quien es esa colilla.
Ella lo aplastará con el silencio.
Entonces, el sociólogo, acoquinado, tendrá que callar también un rato.
−Bueno, Laura –o Judith−, no seas así. Parece que yo viniera a pedirte… por caridad. Anoche has estado con uno de mis amigos y él me lo contó, sin saber que…
Gran reacción:
− ¡Ve, animal: ya no puedo aguantarte más tus cochinadas. Si vienes otra vez con esas, te rajo la cabeza!
Pensamiento:
«Si esta mujer me raja la cabeza, ¿qué dirá la opinión pública?»

(De Un hombre muerto a puntapiés, 1927)


Tomado de: PALACIO, Pablo, “El Cuento”, en: Pablo Palacio ‘Obras Escogidas’, pp. 53-54, Colección Cuarto Creciente 2004, 1ra. Edición, Campaña Nacional Eugenio Espejo por el Libro y la Lectura, Quito, 2004. Edición anterior “Obras escogidas”, Editorial Casa de la Cultura Ecuatoriana, Quito, 1964.

martes, 2 de marzo de 2010

Dodecálogo del Cuentista

  • (ensayo)
    Por Andrés Neuman
  • i. Contar un cuento es saber guardar un secreto.
  • ii. Aunque hablen en pretérito, los cuentos siempre suceden «ahora». No hay tiempo para más ni falta que hace.
  • iii. El excesivo desarrollo de la acción es la anemia del cuento, o su muerte por asfixia.
  • iv. En las primeras líneas un cuento se juega la vida; en las últimas líneas, la resurrección. En cuanto al título, paradójicamente, si es demasiado brillante se olvida pronto.
  • v. Los personajes no se presentan: actúan.
  • vi. La atmósfera puede ser lo más memorable del argumento. La mirada, el personaje principal.
  • vii. El lirismo contenido produce magia. El lirismo sin frenos, trucos.
  • viii. La voz del narrador tiene tanta importancia que no debe escucharse demasiado.
  • ix. Corregir: reducir.
  • x. El talento es el ritmo. Los problemas más sutiles empiezan en la puntuación.
  • xi. En el cuento, un minuto puede ser eterno y la eternidad caber en un minuto.
  • xii. Narrar es seducir: jamás satisfagas del todo la curiosidad del lector.


Tomado de: NEUMAN, Andrés, “Dodecálogo del cuentista”, en el apartado tercero: “Ensayo”, 2do. Enunciado ‘Reflexiones sobre el cuento’, en la revista Eskeletra Post No. 12, p. 37, Eskeletra Editorial, Quito, mayo 2009.

El Padre

(Cuento-Lectura)
Por Raymond Carver

El bebé estaba en una canasta al lado de la cama, y llevaba puesto un pelele y un gorro blanco. La canasta de mimbre estaba recién pintada, acolchada con pequeños edredones azules y sujeta con cintas de color azul claro. Las tres hermanitas y la madre, que se acababa de levantar de la cama y aún no se había despertado del todo, y la abuela rodeaban todas al bebé y observaban cómo miraba con fijeza y de cuando en cuando se llevaba el puño a la boca. No sonreía ni reía, pero a veces parpadeaba y movía la lengua entre los labios cuando una de las niñas le pasaba la mano por la barbilla.
El padre estaba en la cocina y le oía jugar con el bebé.
– ¿A quién quieres tú pequeñín? –dijo Phyllis–, y le hizo cosquillas en la barbilla.
–Nos quiere a todos –dijo Phyllis–, pero al que quiere de veras es a papá, ¡porque papá también es chico!
La abuela se sentó en el borde de la cama y dijo:
– ¡Mirad su bracito! Tan gordo. ¡Y esos deditos! Igualitos que los de su madre.
– ¿No es una preciosidad? –dijo la madre–. Tan sano, mi niñito. –Se inclinó sobre la cuna, besó al bebé en la frente y tocó la colcha que le tapaba el brazo–. Nosotros también le queremos.
– ¿Pero a quién se parece, a quién se parece? –exclamó Alice, y todas ellas se acercaron a la canasta para ver a quién se parecía.
–Tiene los ojos bonitos –dijo Carol.
–Todos los bebés tienen los ojos bonitos –dijo Phyllis.
–Tiene los labios del abuelo –dijo la abuela–. Fijaos en esos labios.
–No sé... –dijo la madre–. No sabría decir.
– ¡La nariz! ¡La nariz! –gritó Alice.
– ¿Qué pasa con su nariz? –preguntó la madre.
–En la nariz se parece a alguien –dijo la niña.
–No, no sé... –dijo la madre–. No creo.
–Esos labios... –dijo entre dientes la abuela–. Esos deditos... –dijo, destapando la mano del bebé y extendiéndole los menudos dedos.
– ¿A quién se parece este niño?
–No se parece a nadie –dijo Phyllis. Y todas se acercaron aún más a la canasta.
– ¡Ya sé! ¡Ya sé! –dijo Carol–. ¡Se parece a papá! –Todas miraron al bebé de muy cerca.
– ¿Pero a quién se parece papá? –preguntó Phyllis.
– ¿A quién se parece papá?– repitió Alice, y entonces todas ellas miraron a la vez hacia la cocina, donde el padre estaba en la mesa, de espaldas a ellas.
– ¡Vaya, a nadie! –dijo Phyllis, y se puso a lloriquear un poco.
–Calla –dijo la abuela, apartando la mirada. Luego volvió a mirar al bebé.
– ¡Papá no se parece a nadie! –dijo Alice.
–Pero tendrá que parecerse a alguien –dijo Phyllis, secándose los ojos con una de las cintas. Y todas salvo la abuela miraron al padre, que seguía sentado en la cocina.
Se había dado la vuelta en su silla y tenía la cara pálida y sin expresión.

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Tomado de: CARVER, Raymond, “El Padre”, en el segundo apartado: “Cuento”, en la revista Eskeletra Post No. 12, p. 10, Eskeletra Editorial, Quito, mayo 2009.

sábado, 6 de febrero de 2010

La «Objetividad» de Kafka

(Comentario)
Por Ernesto Sábato

Valdría la pena examinar ese fenómeno, en que una especie de fría objetividad expresiva, que por momentos recuerda al informe científico, es sin embargo la revelación de un subjetivismo tan extremo como el de los sueños. Otro contraste eficaz: describe su mundo irracional y tenebroso con un lenguaje coherente y nítido.

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Tomado de: SÁBATO, Ernesto, ‘La «objetividad» de Kafka’, en El Escritor y sus Fantasmas, p. 102, Editorial Seix Barral, Barcelona, 2004.
Ediciones anteriores: de E. Sábato, 1963, 1979.

Relojes

(Lectura, Cuento)
Por Abdón Ubidia

Cuando aparecieron los primeros relojes digitales me apresuré a comprar uno en la tienda de Hans Maurer. Apenas fue mío comprendí el verdadero alcance de mi decisión. No me asombraba la ausencia de ruedecillas dentadas, resortes, áncoras y clavijas. No me asombraba el fluir de la corriente por el laberinto de circuitos integrados y cristales de cuarzo. Tampoco la pérdida del tic tac, que durante tantos siglos fuera la verdadera música del tiempo.
Me asombraba la diminuta pantalla que había venido a sustituir a la esfera de manecillas.
Al enjuto, enigmático, reticente Maurer, le explico bien: la esfera marcada nos recuerda una concepción del mundo protectora y de algún modo feliz: el tiempo da vueltas. Cada culminación es un nuevo comienzo. No hay ruptura entre las partidas y los arribos. El pasado y el presente y aún el futuro se muestran ante nuestros ojos en una continuidad circular. Las agujas abandonan con pasos de hormiga aquello que ya no es y siguen en pos de aquello que indefectiblemente será. Uno puede ver su camino. Señalar su retorno. Y al verlas uno puede decirse que los días se repetirán siempre con sus mañanas y sus noches. Que los ciclos existen. Que nos repetiremos también en nuestros hijos como nuestros padres en nosotros. Que perduraremos.
De pronto la maldita pantalla digital viene a cambiar todo esto. Los números aparecen y señalan un presente puntual. Cada instante es distinto del que precede. Los números emergen o se hunden en una nada sin rastros. Allí no existen decursos sino reemplazos. El tiempo asoma abierto. Ha perdido su rumbo circular y carece de límites. Es apenas un presente instantáneo. El futuro es un desierto blanco y helado. El pasado se esfuma. Es un abismo también blanco que se abre y desmorona detrás de nuestros talones con cada paso que damos. Yo no sé si otros verán lo que yo veo ahí: una soledad infinita. El abandono. La total desprotección. Esos relojes han venido a enseñarnos nuestra orfandad. La gran mesa redonda que juntaba tantas cosas no existe más.
Hans Maurer, sonríe. Pero yo insisto:
–Es posible que cada edad invente los instrumentos con los que se mide a sí misma. Es posible que cada era escoja sus propios modos de entenderse, según sea su propia conveniencia. La forma circular de engranajes, esferas y movimientos de los relojes mecánicos (con sus ejes obligados), no sería entonces casual ni el fruto de una necesidad puramente física. Sería, pues, aparte de lo ya dicho, la realización de una búsqueda: la de un centro ordenador, la de un sentido central que lo organice todo.
Temo, entonces, y no me avergüenza confesarlo, que los relojes digitales, aparte del tiempo, estén midiendo además otro continente que no alcanzo a comprender bien. Tal vez el de un gran desierto blanco, vacío, sin centro y sin sentido.
De tarde en tarde (a pesar de nuestra mutua repulsión) me llego a la tienda de Maurer. Examino cada modelo que él me muestra. Tengo la esperanza, cada vez más vaga, de encontrar algo cualitativamente distinto que pueda reemplazar al reloj digital que él me vendió.
En este ir y venir de su tienda, hace poco Maurer me jugó una mala pasada: me ofreció el único reloj que yo no quería poseer. Algún demonio macabro lo había inventado hacía muy poco. Estaba equipado con sensores que detectaban los signos vitales de su dueño. Por eso tenía (sí) manecillas. Pero estas giraban en dirección contraria a la usual. Giraban al revés. Y su marcha se aceleraba conforme se aproximaba la muerte del usuario.
La sonrisa de Maurer se abrió como un hueco negro en su cara blancuzca cuando me lo ofreció.
Sabía que entre el horror que palpitaba, silencioso, en mi reloj de pulsera y aquel otro, burdamente físico, que exhibía en su mano extendida, yo no podía escoger.
***
(De Divertinventos, 1989)

Tomado de: UBIDIA, Abdón, “Relojes”, en el 2do. Apartado: ‘Cuentos Fantásticos’, en: «Cuentos» de Abdón Ubidia, pp. 125-127, Colección Cuarto Creciente 2004, 1ra. Edición, Campaña Nacional Eugenio Espejo por el Libro y la Lectura, Quito, 2004.

lunes, 18 de enero de 2010

Un artista del trapecio

(Lectura, Cuento)
Por Franz Kafka.

Un artista del trapecio –como se sabe, este arte que se práctica en lo alto de las cúpulas de los grandes circos es uno de los más difíciles entre todos los asequibles al hombre– había organizado su vida de tal manera –primero por afán profesional de perfección, después por costumbre que se había hecho tiránica–, que, mientras trabajaba en la misma empresa, permanecía día y noche en el trapecio. Todas sus necesidades –por otra parte muy pequeñas– eran satisfechas por criados que relevaban a intervalos y vigilaban debajo. Todo lo que arriba se necesitaba lo subían y bajaban en cestillos construidos para el caso.
De esta manera de vivir no se deducían para el trapecista dificultades especiales con el resto del mundo. Solo resultaba un poco molesto durante los demás números del programa, porque como no se podía ocultar que se había quedado arriba, aunque permanecía quieto, siempre alguna mirada del público se desviaba hacia él. Pero los directores se lo perdonaban, porque era un artista extraordinario, insustituible. Además era sabido que no vivía así por capricho y que solo de aquella manera podría estar siempre entrenado y conservar la extrema perfección de su arte.
Además, allá arriba se estaba muy bien. Cuando, en los días cálidos de verano, se abrían las ventanas laterales que corrían alrededor de la cúpula y el sol y el aire irrumpían en el ámbito crepuscular del circo, era hasta bello. Su trato humano estaba limitado, naturalmente. Alguna vez trepaba por la cuerda de ascensión algún colega de «turné», se sentaba a su lado en el trapecio, apoyado uno en la cuerda de la derecha, otro en la de la izquierda, y charlaban largamente. O bien los obreros que reparaban la techadumbre cambiaban con él algunas palabras por una de las claraboyas, o el electricista que comprobaba las conducciones de la luz en la galería más alta le gritaba alguna palabra respetuosa, si bien poco comprensible.
A no ser entonces, estaba siempre solitario. Alguna vez un empleado, que erraba cansadamente a las horas de la siesta por el circo vacío, elevaba su mirada a la casi atrayente altura, donde el trapecista descansaba o se ejercitaba en su arte sin saber que era observado.
Así hubiera podido vivir tranquilo el artista del trapecio a no ser por los inevitables viajes de lugar en lugar que le molestaban en sumo grado. Cierto es que el empresario cuidaba de que este sufrimiento no se prolongara innecesariamente.
El trapecista salía para la estación en un automóvil de carreras que corría, a la madrugada, por las calles desiertas, con la velocidad máxima; demasiado lenta, sin embargo, para su nostalgia del trapecio.
En el tren estaba dispuesto un departamento para él solo, en donde encontraba, arriba, en la redecilla de los equipales, una sustitución mezquina –pero en algún modo equivalente– de su manera de vivir.
En el sitio de destino ya estaba enarbolado el trapecio mucho antes de su llegada, cuando todavía no se habían cerrado las tablas ni colocado las puertas. Pero para el empresario era el instante más placentero aquel en que el trapecista apoyaba el pie en la cuerda de subida y en un santiamén se encaramaba de nuevo sobre su trapecio.
A pesar de todas estas precauciones, los viajes perturban gravemente los nervios del trapecista, de modo que por muy afortunados que fueran económicamente para el empresario, siempre le resultaban penosos.
Una vez que viajaban, el artista en la redecilla, como soñando, y el empresario recostado en el rincón de la ventana, leyendo un libro, el hombre del trapecio le apostrofó suavemente. Y le dijo, mordiéndose los labios, que en lo sucesivo necesitaba para su vivir, no un trapecio, como hasta entonces, sino dos, dos trapecios, uno frente a otro.
El empresario accedió enseguida. Pero el trapecista, como si quisiera mostrar que la aceptación del empresario no tenía más importancia que su oposición, añadió que nunca más, en ninguna ocasión, trabajaría únicamente sobre un trapecio. Parecía horrorizarse ante la idea de que pudiera acontecerle alguna vez. El empresario, deteniéndose y observando a su artista, declaró nuevamente su absoluta conformidad. Dos trapecios son mejor que uno solo. Además, los nuevos ejercicios serían más variados y vistosos.
Pero el artista se echó a llorar de pronto. El empresario, profundamente conmovido, se levantó de un salto y le preguntó qué le ocurría, y como no recibiera ninguna respuesta, se subió al asiento, le acarició y abrazó y estrechó su rostro contra el suyo, hasta sentir las lágrimas en su piel. Después de muchas preguntas y palabras cariñosas, el trapecista exclamó, sollozando:
–Solo con una barra en las manos, ¡cómo podría yo vivir!
Entonces, ya fue muy fácil al empresario consolarle. Le prometió que en la primera estación, en la primera parada y fonda, telegrafiaría para que instalasen el segundo trapecio, y se reprochó a sí mismo duramente la crueldad de haber dejado al artista trabajar tanto tiempo en un solo trapecio. En fin, le dio las gracias por haberle hecho observar al cabo aquella omisión imperdonable. De esta suerte, pudo el empresario tranquilizar al artista y volverse a su rincón.
En cambio, él no estaba tranquilo; con grave preocupación espiaba, a hurtadillas, por encima del libro, al trapecista. Si semejantes pensamientos habían empezado a atormentarle, ¿podrían ya cesar por completo? ¿No seguirían aumentando día por día? ¿No amenazarían su existencia? Y el empresario, alarmado, creyó ver en aquel sueño aparentemente tranquilo, ene que habían terminado los lloros, comenzar a dibujarse la primera arruga en la lisa frente infantil del artista del trapecio.
***

Tomado de: KAFKA, Franz, ‘Un Artista del trapecio’, 3er. apartado, en La Metamorfosis, Alianza Editorial, 10ma. Edición, Madrid, 1975.