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miércoles, 24 de marzo de 2010

LIMITACIÓN Y FUERZA DE LA LITERATURA

(Ensayo)
Por Ernesto Sábato

Basta unas cuantas notas para que Debussy cree una atmósfera sutil e inefable que un escritor no podrá lograr jamás, cualquiera sea el número de páginas que escriba. Todo escritor conoce esa desazón, esa tristeza que lo invade cuando siente las limitaciones de su arte. Y quizá haya sido la causa por la que en épocas en que un determinado arte alcanza prestigio sumo los escritores hayan querido acercarse a la música o a la pintura; como ahora proliferan los que imitan al cine.

Estas tentativas serían grotescas si no fuesen mortales. Porque el intento de escribir una novela que se parezca al cine consiste en algo así como si un submarino, subyugado por el prestigio de la aviación, lograse dar saltitos fuera del agua mediante la ayuda de una hélice y un par de alitas. Sus torpes hazañas nos harían sonreír con tierna ironía, considerando que ese submarino, en lugar de descender a las profundidades oceánicas, donde es rey y señor, intenta vanamente copiar a aparatos que se proponen otros fines, que tienen otras posibilidades, pero también otras limitaciones.

Cada arte tiene sus objetivos y sus límites. Y, cosa extraña, esas limitaciones no constituyen una debilidad sino una fuerza, del mismo modo que para empujar un mueble nos apoyamos en algo que resista. Esa radical limitación del teatro, que lo obliga a representar una ficción entre tres paredes, es también la causa de su intensidad. Y tan malo y tan ingenuo es que el teatro trate de imitar al cine, ahora que el cine es prestigioso, como fue para el cine imitar al teatro, cuando era un arte vergonzante y bisoño.

En estos últimos tiempos, escritores seducidos por la técnica cinematográfica, quieren trasladarla al libro. Algunos, porque al escribir ya están pensando en las ventajas (bastardas) de una filmación, en cuyo caso nada tienen que hacer en este pequeño análisis; pero otros, y esto sí que interesa aquí, porque suponen que el cine es el arte de nuestro tiempo y su técnica, por lo tanto, la técnica narrativa que de una manera o de otra debe prevalecer. Con este criterio singular, el hombre tendrá que resignarse a que no se produzcan obras como las de Proust, Virginia Woolf o Faulkner, todas esencialmente literarias, irreductibles a cualquier otro medio de expresión que no sea el novelístico, como lo prueban los siempre fallidos intentos de llevarlos al cine.

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Tomado de: SÁBATO, Ernesto, “Limitación y Fuerza de la Literatura”, en El Escritor y sus Fantasmas, pp. 37-38, Editorial Seix Barral, Barcelona, 2004.
Ediciones anteriores: de E. Sábato, 1963, 1979.

El Cuento

(Lectura, Cuento)
Por: Pablo Palacio

Existen en la actualidad asuntos importantísimos de explotación sociológica y política: lo de Marruecos, los sistemas de colonización francesa y española, el gran problema de las finanzas, la identidad de la Europa feudal y la América colonial, la difícil cuestión de la procedencia de los primeros habitantes de este continente, y muchísimos más. Pero creo que brilla sobre todos la eternamente nueva y eternamente vieja opinión pública.
¡La opinión pública, freno de gobernantes y único timón seguro para conducir con buen éxito la nave del estado! ¡La opinión pública, morigeradora de las costumbres políticas, de las costumbres sociales, de las costumbres religiosas!
Supongamos que pudiera existir un hombre que participe sincera e idénticamente de estas ideas. Luego este hombre debe llamarse Francisco o Manuel y estar a la media edad, entre gordo y flaco, entre barbudo y no barbudo.
Este don Francisco o don Manuel, tiene que ser pequeño, de párpados con bolsas, usar jaquet y detestable sombrero.
Andará lentamente, blandiendo el bastón y moviendo las caderas.
Solterón y aburrido, deberá tener una amiga que fue amiga de todos, conquistada a fuerza de acostumbramiento, y a quien cualquier mequetrefe pudo llamar:
−Pst. Pst… (etc.).
Esta amiga –Laura o Judith− tendrá cualquier nariz –pongamos aguileña−, cualquier cabello −canela−, cualesquiera ojos −pardos−, y será larguirucha y voluntariosa.
Puede vivir al cabo de una calle sucia.
Puede tener amigas muy alegres con quienes celebre sesiones animadas, que salpicarán el cuento como el lodo un vestido nuevo, al manotazo de un caballo en una charca.
El pequeño sociólogo, ¡oh maravilla!, tendrá que ir dos veces por semana al cabo de la calle conocida y dará vueltas junto a la puerta, mirando a todos lados, azorado, procurando evitar un mal encuentro. Cuando le arroje a la ventana la piedrecilla del silbido, ella hará gruñir los cristales y le contestará con la rabia de sus ojos.
Naturalmente, ella debe divertirse a costa de él, aunque con él no le sea posible divertirse.
Y como el sociólogo no tendrá mal olfato, y como casi nunca sabrá lo que decir, ha de toser un poco enojado.
−Oíte, Laura –o Judith−, yo creo que aquí no has estado sola. Dime de quien es esa colilla.
Ella lo aplastará con el silencio.
Entonces, el sociólogo, acoquinado, tendrá que callar también un rato.
−Bueno, Laura –o Judith−, no seas así. Parece que yo viniera a pedirte… por caridad. Anoche has estado con uno de mis amigos y él me lo contó, sin saber que…
Gran reacción:
− ¡Ve, animal: ya no puedo aguantarte más tus cochinadas. Si vienes otra vez con esas, te rajo la cabeza!
Pensamiento:
«Si esta mujer me raja la cabeza, ¿qué dirá la opinión pública?»

(De Un hombre muerto a puntapiés, 1927)


Tomado de: PALACIO, Pablo, “El Cuento”, en: Pablo Palacio ‘Obras Escogidas’, pp. 53-54, Colección Cuarto Creciente 2004, 1ra. Edición, Campaña Nacional Eugenio Espejo por el Libro y la Lectura, Quito, 2004. Edición anterior “Obras escogidas”, Editorial Casa de la Cultura Ecuatoriana, Quito, 1964.

martes, 2 de marzo de 2010

Dodecálogo del Cuentista

  • (ensayo)
    Por Andrés Neuman
  • i. Contar un cuento es saber guardar un secreto.
  • ii. Aunque hablen en pretérito, los cuentos siempre suceden «ahora». No hay tiempo para más ni falta que hace.
  • iii. El excesivo desarrollo de la acción es la anemia del cuento, o su muerte por asfixia.
  • iv. En las primeras líneas un cuento se juega la vida; en las últimas líneas, la resurrección. En cuanto al título, paradójicamente, si es demasiado brillante se olvida pronto.
  • v. Los personajes no se presentan: actúan.
  • vi. La atmósfera puede ser lo más memorable del argumento. La mirada, el personaje principal.
  • vii. El lirismo contenido produce magia. El lirismo sin frenos, trucos.
  • viii. La voz del narrador tiene tanta importancia que no debe escucharse demasiado.
  • ix. Corregir: reducir.
  • x. El talento es el ritmo. Los problemas más sutiles empiezan en la puntuación.
  • xi. En el cuento, un minuto puede ser eterno y la eternidad caber en un minuto.
  • xii. Narrar es seducir: jamás satisfagas del todo la curiosidad del lector.


Tomado de: NEUMAN, Andrés, “Dodecálogo del cuentista”, en el apartado tercero: “Ensayo”, 2do. Enunciado ‘Reflexiones sobre el cuento’, en la revista Eskeletra Post No. 12, p. 37, Eskeletra Editorial, Quito, mayo 2009.

El Padre

(Cuento-Lectura)
Por Raymond Carver

El bebé estaba en una canasta al lado de la cama, y llevaba puesto un pelele y un gorro blanco. La canasta de mimbre estaba recién pintada, acolchada con pequeños edredones azules y sujeta con cintas de color azul claro. Las tres hermanitas y la madre, que se acababa de levantar de la cama y aún no se había despertado del todo, y la abuela rodeaban todas al bebé y observaban cómo miraba con fijeza y de cuando en cuando se llevaba el puño a la boca. No sonreía ni reía, pero a veces parpadeaba y movía la lengua entre los labios cuando una de las niñas le pasaba la mano por la barbilla.
El padre estaba en la cocina y le oía jugar con el bebé.
– ¿A quién quieres tú pequeñín? –dijo Phyllis–, y le hizo cosquillas en la barbilla.
–Nos quiere a todos –dijo Phyllis–, pero al que quiere de veras es a papá, ¡porque papá también es chico!
La abuela se sentó en el borde de la cama y dijo:
– ¡Mirad su bracito! Tan gordo. ¡Y esos deditos! Igualitos que los de su madre.
– ¿No es una preciosidad? –dijo la madre–. Tan sano, mi niñito. –Se inclinó sobre la cuna, besó al bebé en la frente y tocó la colcha que le tapaba el brazo–. Nosotros también le queremos.
– ¿Pero a quién se parece, a quién se parece? –exclamó Alice, y todas ellas se acercaron a la canasta para ver a quién se parecía.
–Tiene los ojos bonitos –dijo Carol.
–Todos los bebés tienen los ojos bonitos –dijo Phyllis.
–Tiene los labios del abuelo –dijo la abuela–. Fijaos en esos labios.
–No sé... –dijo la madre–. No sabría decir.
– ¡La nariz! ¡La nariz! –gritó Alice.
– ¿Qué pasa con su nariz? –preguntó la madre.
–En la nariz se parece a alguien –dijo la niña.
–No, no sé... –dijo la madre–. No creo.
–Esos labios... –dijo entre dientes la abuela–. Esos deditos... –dijo, destapando la mano del bebé y extendiéndole los menudos dedos.
– ¿A quién se parece este niño?
–No se parece a nadie –dijo Phyllis. Y todas se acercaron aún más a la canasta.
– ¡Ya sé! ¡Ya sé! –dijo Carol–. ¡Se parece a papá! –Todas miraron al bebé de muy cerca.
– ¿Pero a quién se parece papá? –preguntó Phyllis.
– ¿A quién se parece papá?– repitió Alice, y entonces todas ellas miraron a la vez hacia la cocina, donde el padre estaba en la mesa, de espaldas a ellas.
– ¡Vaya, a nadie! –dijo Phyllis, y se puso a lloriquear un poco.
–Calla –dijo la abuela, apartando la mirada. Luego volvió a mirar al bebé.
– ¡Papá no se parece a nadie! –dijo Alice.
–Pero tendrá que parecerse a alguien –dijo Phyllis, secándose los ojos con una de las cintas. Y todas salvo la abuela miraron al padre, que seguía sentado en la cocina.
Se había dado la vuelta en su silla y tenía la cara pálida y sin expresión.

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Tomado de: CARVER, Raymond, “El Padre”, en el segundo apartado: “Cuento”, en la revista Eskeletra Post No. 12, p. 10, Eskeletra Editorial, Quito, mayo 2009.