Por David S. Moreno
Desde niño se había
impresionado por lo lejos que colgaban el sol y la luna. Con el tiempo, fueron
las miles de estrellas quienes le parpadeaban. Lo que más amaba, era la imposibilidad de alcanzarlas, y tanto, porque para llegar a tocarlas le
haría falta construir una escalera más enorme que sus fuerzas. Odiaba los días
nublados que no le dejaban trabajar, los largos inviernos, pero solo en ellos, podía sentir en varias noches su parpadeo inquietante. Una madrugada, tomó su martillo y juntó dos largos maderos en forma
paralela; mientras clavaba, se le vino a la mente la inquietud de si su
esfuerzo sería en vano, que si al llegar se fundirían juntos, o si se calcinaría
antes de siquiera acercarse... En ese instante pasó por ahí el carpintero del
pueblo, escuchó su cuestión y concluyó enseguida que este hombre no tenía la
más mínima experiencia en escaleras.
El joven hombre
entonces le mostró sus manos llenas de moretones. El carpintero que solo iba de paso le sonrió
con ternura y le dijo que debería empezar por construir puentes, que escoja
bien los materiales, y que cuando agarre el martillo mantenga su ojo bien
clavado al madero. El joven que miraba el cielo mientras el viejo hablaba, dejó de hacerlo por un instante para responder lo siguiente:
-Vos me mandáis a
tomar escuadras y fundar planos. ¿Cómo podría yo construir un puente como
quienes buscan tesoros cruzando el río? ¿No os parece que mis manos ya están cansadas
lo suficiente con tremenda tarea a la que me he confinado? Vos, con vuestros
años encimados, habéis construido mucho más que una escalera, nos forjasteis también las
puertas de nuestros aposentos, las sillas y los estandartes. Debéis aceptar que
vuestros diseños son simples, y más simples con el tiempo son, ya ni necesitáis
ojos siquiera en vuestra labor, os has quemado la vista con vuestra rutina.
El viejo no pudo
hacer más que fruncir el ceño al oír estas palabras, pero le respondió sin enojo aunque con una seriedad de típica de su tiempo:
-Vuestra búsqueda
es inútil amigo mío. Quién osa amar esa búsqueda solo terminará por asustarse
con lo que al final encuentre. Termina entonces ya, vuestra rústica y astillada
escalera, que a vuestro humilde servidor se le abren los ríos y juntan las
tierras, que con mi labor resguardo a las gentes del sol, y brindo comodidades
para su descanso. ¡No podría ser más feliz con lo que llamas mi simpleza!
Dio la vuelta y se
marchó.
El joven hombre no sonrió después de aquello, pero tampoco vaciló. Prosiguió en su labor sin despejar jamás su interés sobre lo alto del horizonte. Pensaba, que era muy común en esos días encontrar simplicidades que hablan redundando, caminando siempre en lo correcto, que ya ni regresan, y que ahora solo van.
Había trabajado por
algunos años casi sin parar, y para descansar, decidió tomarse el día para subir un alto cerro en las afueras, y allí se quedó admirando el cielo hasta poco
antes de oscurecer. A la mañana siguiente despertó preguntándose si no podría ser esto en vano, si le
alcanzaría la vida para terminar de construirla; se levantó, sacudió su ropa, y miró el martillo, -lo miró por primera vez antes que su amado cielo- de
pronto echó a reír por pensar tonterías, tomó el martillo, y con su ojo bien clavado en esa maza, dio un golpe fuerte que magulló su pulgar una vez más al primer golpe.
***
Octubre,
2011.